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La resistencia a escribir

2014/08/31

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Imagen cortesía de Witthaya Phonsawat, FreeDigitalPhotos.net

 

La llamamos procrastinación, por darle un nombre altisonante, por creernos la glamorosa ilusión de que es algo muy grande —y por tanto, fuera de nuestras manos—. Pero en realidad no es más que miedo.
Toda resistencia es miedo a algo. Nos resistimos porque no queremos, como un niño que no quiere comer sus vegetales aunque sean buenos para su cuerpo. Entonces buscamos excusas, juegos, distracciones, hasta otras tareas en apariencia importantes, cualquier cosa con tal de no enfrentar esa página en blanco, esa historia que suena tan maravillosa en nuestra mente cuando nos asalta en la ducha, pero que a la hora de la hora no llegamos nunca a poner en papel.

¿A qué le tenemos miedo? No es a lo que podemos llegar a ser. Es decir, la escritura como medio de vida, como fuente de sustento y realización, y no como mero pasatiempo. No es a que nos reconozcan en la calle, o a las otras muchas consecuencias de tener una obra o varias en los anaqueles de las librerías. No, el miedo es al cambio mismo.

No queremos dejar de ser.

Independientemente de si somos fracasados o exitosos, si nuestra vida es satisfactoria o está llena de frustraciones, escribir significa transformarse. La mayoría de escritores concuerda en que el acto mismo de la escritura es su mejor terapia. Pero el inconsciente se resiste al cambio, pretende que el mundo sea predecible, llegar a conocer todos los pormenores de la existencia para evitar modificarse. El eterno sueño de vivir por siempre, de ser siempre iguales.

No queremos cambiar, y la escritura es una tarea transformadora.

Lo que el inconsciente no comprende —no puede—, es que él mismo no es más que un conjunto de programaciones ciegas, un servomecanismo cual piloto automático, incapaz de novedad, de frescura. Quienes realmente somos, los seres conscientes, despiertos, espirituales más allá del mero vehículo de la carne, no podemos restringirnos a los límites de lo cotidiano y predecible. Somos seres VIVOS, y la vida implica siempre cambio, adaptación, lucha.

Negarse a ese constante movimiento, a ese avance, esa expansión de la consciencia a través de la incansable experiencia cotidiana, es negarse a la vida misma, y todo organismo que se estanca comienza inexorable su decaimiento y muerte.

Escribamos, pues, como un acto de amor a la vida. Y cuando el oculto deseo del sueño, de la permanencia inmóvil asome desde su oscuro escondrijo, escribamos con aún mayor fuerza, con más grande ahínco, hasta que decida reptar nuevamente hasta su caverna. Escribamos como un acto de protesta contra nuestra propia inseguridad. Escribamos con el alma, con la sangre de nuestras arterias, en un acto redentor de vida invocando a la Vida y consagrándonos a Ella.

Escribamos para vivir, porque no hacerlo es estar muertos y no saberlo.

Quien pueda entender, que entienda.